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Cuando la gente habla de la obra genial de Proust, sin el requisito de haberla leído, claro, está pensando que el título En busca del tiempo perdido significa -como es verdad- que el autor quiso rescatar las horas desperdigadas en celar a Albertina o divagar por los salones del fauburg St. Germain. También las horas de su infancia, pubertad y adolescencia: cuando amaba con forzoso y empecinado platonismo la palabra Guermantes, toda la riqueza poética y heráldica que le daba belleza y erotismo y que sustituía con buen éxito a la misma duquesa, compendio enteramente satisfactorio de un estrato social.

Pero Proust, probablemente, no pensaba que su trabajo anhelante, entre vaharadas de vapor y medicinas, encarnado y sudoroso, era también tiempo perdido. Por lo menos para él. Porque si no es cierto que todo tiempo pasado fue mejor, es irrefutable que siempre fue perdido. Perdido y para siempre para el que lo vivió o lo está viviendo, pues ya todos sabemos que la división entre pasado y presente y futuro sólo es una línea sin espesor.

La última palabra que acabo de escribir ya está en el pasado irrecuperable; como lo estará de inmediato para quien la lea.

Claro es que si todo tiempo es principio de pasado, diversas son las formas de perderlo. Las hay, en su gran mayoría, perfectamente egoístas, simples maneras de distraerse, de estar «haciendo tiempo», como es común decir, aunque se trate en realidad de acelerar su paso por medio del olvido.

El motivo de este artículo es indigno del prólogo que hasta aquí se arrastra. Porque quiero hablar y quejarme en vano de pérdidas personales, semimateriales, que he ido sufriendo a medida que practicaba -con entusiasmo o inercia- este oficio, esta absurda aventura humana que se llama vivir.

Tendría muchas quejas que presentar, muchos reproches que hacerme, larga y melancólica enumeración de tantas cosas perdidas. Pero veo que estoy rodeado de libros -en estantes, sillas, alféizares, parqués y camas-. Por eso recuerdo las cuatro bibliotecas que perdí para siempre; porque cada vez que tuve que irme dejé todo atrás; y hoy, aparte de personas que fueron así y ya son de otra manera, lo que más lamento es la ausencia definitiva de los libros que fui juntando por diversos medios, incluyendo los comprados al contado o a créditos generosos y confiados.

Y no es que haya perdido en mis forzosos desplazamientos libros valiosos, joyas de bibliómanos. En realidad, los que más extraño son aquellos ya sin tapas ni lomos, descuajeringados a fuerza de releerlos y prestarlos. Obras completas de Balzac, Cervantes, Shakespeare, Dostoievski, Proust. Pongo en primer lugar los que me acicateaban con envidia por su extensión y calidad. Después -last but not least- los volúmenes de menor importancia, pero muy queridos por razones difíciles de explicar. Ternura, afinidad, simpatía. Recuerdo -adecuada tarde de invierno y lluvia para rememorar- unos cuantos Faulkner, Cendrars, Hammett, Caspary, Céline, Bradbury (el único cienciaficcionista que me interesa), Saki, Dunsany. Y termino, sin los adecuados puntos suspensivos que detesto, porque a medida que voy agregando nombres surgen otros, tan dignos de ser recordados como aquéllos.

(Un paréntesis: antes de instalarme en Madrid visité varios pisos; muchos tenían su aparato de televisión o, por lo menos, la antena correspondiente; en ninguno vi un mueble biblioteca. Lo que coincide con los resultados de los sondeos sobre lectores y televidentes.)

También se perdieron libros dedicados por autores amigos y desconocidos. Pero me están llegando otros y sus autores se van convirtiendo, poco a poco, página a página, en nuevos amigos.

Fui durante años director de las bibliotecas municipales de Montevideo. Como todas las tareas culturales en los países de Hispanoamérica, la mía fue frenada en gran parte por el universal e invencible argumento: falta de rubros. Comprendo que la misión principal de un Municipio o Ayuntamiento es mantener limpia la ciudad. Pero si dentro del organismo se presupuesta una Dirección de Bibliotecas es lógico que todo ciudadano de buena fe piense que las bibliotecas se fundan para atender con dignidad las necesidades del público. Se requieren locales adecuados -he visitado con asombro y amargura las bibliotecas populares de Washington, personal especializado y, oh, Perogrullo, libros. Es imprescindible que el acervo de una biblioteca se mantenga al día en sus distintas secciones; también lo es, en el continente mencionado, que se conozcan los libros de los paises vecinos, a los que se acostumbra a llamar hermanos y de los que se ignora casi todo, con excepción de su historia -casi común en la mayoría de los aspectos- y de la actualidad que publican (o no) los periódicos.

Ahora, a cambio de las perdidas, hallo consuelo en numerosas bibliotecas populares de esta ciudad. Lástima que se practique el sistema de biblioteca «cerrada», sistema que impide el gozo de revolver libros y seleccionarlos no sólo por títulos y autores, sino por un par de páginas abiertas al azar y conteniendo promesas de horas placenteras que muchas veces se cumplen.

Con respecto a los bibliotecarios, algunos conocí que, en cuanto lograban dominar un método de clasificación -Sistema Decimal, Vaticano, Washington, o cócteles de los mismos-, se otorgaban patentes de intelectuales y eruditos en todas las ramas del saber humano. Pero esta graciosa y leve megalomanía ocurre además en muy diversas actividades, aunque muy poco tengan que ver con la cultura.

En cambio, conocí, ejemplo inmortal, a una chica de trece o catorce años que se ofreció para disponer por nombres de autores varios centenares de libros que acababan de llegar, nueva mudanza, al último domicilio que tuve en Montevideo. Ella sabia leer y escribir, recitaba de memoria el alfabeto. ¿Para qué más? Le di las gracias y le dije que se pusiera al trabajo. Unos días después me anunció que la biblioteca ya estaba ordenada. Para darle gusto fui a pasar revista, y me encontré que la letra J reunía amorosamente, tal como estarán algunos años en el Olimpo, a Joyce, Rulfo, Cocteau, Jiménez, Edwards, Le Carré, Swift, Cortázar, Borges, etcétera.

No pude molestarme, sólo agradecer. Porque aquella niña habla hollado un terreno que los ángeles vacilan en pisar. Desenfadada, segura y orgullosa casi se tuteaba con el ancho mundo literario, usando los familiares nombres de pila en su trato con, para ella, desconocidos autores, viejos y jóvenes mandarines de las letras.

Pero creo que ya es tiempo de volver al tiempo, como ya dije, siempre perdido. ¿Quién no tuvo -él también- el impulso de gritar detente al dichoso momento fugaz?

Y perdido sin remedio porque la reconquista del momento que se hunde en la pérdida, apenas vivido, por medio de la reiteración de hechos y circunstancias, no puede ser más que una segunda experiencia. Se trata, en suma, de otro momento. El cual ya se está hundiendo en el pasado.

La única tímida y tramposa esperanza de salvación la veo en el lema del escudo que creo fue de los San Martín:

Vive tu vida de tal suerte
que viva quede en la muerte.

Y en cuanto a mis libros perdidos me pregunto con frecuencia, nerudianamente:

¿Dónde estarán
entre qué manos
mostrando qué palabras?

(Enero de 1979)

 

[Confesiones de un lector, Alfaguara]