[1/3]

Horácek ya no estaba entre nosotros. Nadie lamentó su muerte a pesar de que todos le conocían en la Kleinseite. En la Kleinseite, los vecinos se conocen muy bien, precisamente porque no conocen a nadie más. Cuando Horácek murió, se decían entre ellos que era bueno que estuviese muerto porque así su madre se ahorraría mucho sufrimiento, ya que Horácek era un inútil. Murió de repente, a los veinticinco años; así lo decía el registro funerario. Sobre su carácter, dicho registro no daba información; ahí no habían anotado nada porque, a saber -como comentaba muy chistosamente el boticario-, un inútil no tiene ningún carácter. ¡Claro que si hubiera muerto el señor boticario!... El cuerpo de Horácek fue sacado de la capilla ardiente junto con otros muertos. «Así como es la vida, así también es el final», dijo el señor boticario en la farmacia. Tras el muerto desfilaba un pequeño grupo de mendigos más o menos endomingados, por lo que resultaban todavía más llamativos. Sólo dos personas pertenecían al cortejo de Horácek: su vieja madre y un hombre joven, vestido de manera muy elegante, que la acompañaba. Estaba completamente pálido, su paso era inseguro y tembloroso, de tanto en tanto parecía sacudido por la fiebre. Los habitantes de la Kleinseite prestaban escasa atención a la madre, lo que al fin y al cabo era un alivio para ella, y si lloraba, sólo lo hacía como madre y quién sabe si de alegría; el joven provenía muy probablemente de otra parte de la ciudad, pues no le conocía nadie. « ¡Pobre, si él mismo necesita dónde apoyarse. Seguro que está aquí por la Horácková. ¿Cómo? ¿Su amigo? ¡Qué!, ¿quién iba a declararse simpatizante de alguien proscrito por todos? Y, además, su hijo, Horácek, no tuvo amigos ni siquiera de joven. ¡Fue siempre un inútil! ¡Pobre madre!»

Por el camino, la madre iba llorando con un sentimiento que ablandaba el corazón; al joven le rodaban las lágrimas por las mejillas, a pesar de que Horácek hubiese sido un joven inútil.

Los padres de Horácek tenían un colmado. No les iba mal, pues en general a los tenderos suele irles bien, y en especial si tienen la tienda en un lugar donde vive mucha gente pobre.

En un sitio así, el tendero ve entrar el dinero lentamente en la caja, corona a corona y céntimo a céntimo -por madera, mantequilla y manteca-, sobre todo cuando, además, tiene que añadir una pizca de sal o de comino; pero, a cambio, siempre entra dinero, aunque sea poco a poco, e incluso las deudas de dos céntimos se pagan religiosamente.

La Horácková tenía sus benefactoras, mujeres de funcionarios que alababan su exquisita mantequilla. Compraban mucha y pagaban casi siempre el primero de mes.

El hijo de los tenderos, Franz, tenía ya casi tres años y todavía llevaba vestidos de niña. Las vecinas decían que era un niño feo. Los hijos de las vecinas eran casi todos mayores, y Franz rara vez se atrevia a jugar con ellos. Una vez, en la calle, los niños se burlaron de un judío. Franz estaba con ellos, pero no se metió con él; el judío empezó a correr tras los chicos, enganchó a Franz, el cual no albergaba la menor intención de salir corriendo y se lo llevó entre insultos hasta donde se hallaban sus padres. Las vecinas estaban atónitas de ver lo inútil que era ya el pequeño Franz.

Su madre se alarmó y consultó con su marido.

- No le voy a pegar. En casa, con los niños, se volvería aún más salvaje, y tampoco podemos cuidar de él, así que lo enviaremos a la guardería.

Le pusieron pantalones, y Franz tuvo que ir, llorando, a la escuela. Allí pasó dos años. El primer año recibió un croissant en recompensa por su conducta tranquila; el segundo año habría obtenido una estampita en el examen anual... si se hubiese presentado.

El día antes del examen se fue a casa al mediodía. Tenía que pasar por delante de donde vivía un rico terrateniente. Ante la casa, en una calle bastante tranquila, acostumbraban revolotear las aves, y Franz se quedaba a menudo embelesado con ellas. Aquel día paseaban por allí algunos pavos que Franz no había visto en su vida. Lleno de entusiasmo, se detuvo a contemplarlos. No transcurrió mucho tiempo y ya estaba de cuclillas entre los pavos manteníendo importantes conversaciones con ellos. Se olvidó de la comida y de la escuela, y cuando por la tarde los niños se chivaron al maestro y le contaron que Franz estaba jugando con los pavos en lugar de ir a la escuela, el profesor mandó a la asistenta que fuera a buscarlo.