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«¿Esto?, ¿arreglarlo?, hacer que marche otra vez?», preguntó asombrado el anticuario, empujando sus gafas hasta la frente y mirándome perplejo. «¿Por qué quiere usted ponerle en marcha? ¡Si sólo tiene una manilla!... ¡y la esfera carece de cifras!», agregó observando cuidadosamente el reloj a la viva luz de una lámpara, «en lugar de las horas sólo tiene rostros florales, cabezas de animales y de diablos». Empezó a contar; después alzó su rostro con un interrogante en su mirada: «¿Catorce? ¡El día se divide en doce horas! En mi vida he visto una obra más extraña. Le daré un consejo: déjelo como está. Doce horas al día son ya bastante difíciles de soportar. ¿Quién se tomaría hoy el trabajo de descifrar la hora según este sistema numérico? Sólo un loco.»

No quise decir que toda mi vida había sido yo ese loco, que nunca había poseído otro reloj, y que quizás por eso había venido demasiado pronto, y guardé silencio.

De ello dedujo el anticuario que mi deseo de ver al reloj funcionando de nuevo seguía imperturbable; sacudió la cabeza, tomó un cuchillito de marfil y abrió cuidadosamente la caja guarnecida de piedras preciosas y donde -de pie sobre una cuádriga- se veía una criatura fantástica pintada en esmalte: un hombre con pechos de mujer, dos serpientes a modo de piernas; su cabeza era la de un gallo. En la mano derecha llevaba el sol y en la izquierda un látigo.

«Seguramente se trata de un antiguo recuerdo de familia», adivinó el anticuario. «¿No dijo usted antes que se había parado esta noche? ¿A las dos? Esta pequeña cabeza de búfalo roja con dos cuernos indica seguramente la segunda hora.»

No recordaba haber dicho algo semejante, pero, en efecto, el reloj se había parado la noche pasada a las dos. Es posible que hubiera hablado de ello, pero yo no podía recordar nada: me sentía aún muy afectado, pues a esa misma hora había sufrido un grave ataque de corazón y creí que me moría. En un estado de semi-inconsciencia vacilante me había aferrado a un pensamiento: si se pararía o no el reloj. Mis sentidos, ya oscurecidos, me hicieron sin duda confundir el corazón y el reloj asociándolos a una misma idea. Quizá los moribundos piensen de modo parecido. ¿Quizá por eso es tan frecuente que los relojes se paren cuando sus dueños mueren? Desconocemos la fuerza mágica que un pensamiento puede llevar consigo.

«Es curioso», dijo el anticuario después de un rato; mantenía la lupa bajo la lámpara, de modo que un foco de luz cegadora incidía sobre el reloj, y me indicaba unas letras que estaban grabadas en la cara interna de la tapa dorada.

Entonces leí:

«Summa Scientia Nihil Scire».

«Es curioso», repitió el anticuario, «este reloj es la obra de un loco. Ha sido hecho en nuestra ciudad. No creo equivocarme. Existen muy pocos ejemplares de éstos. Nunca había pensado que pudieran funcionar realmente. Creí que eran sólo el pasatiempo de un loco, que tenía el pequeño capricho de escribir su divisa en todos sus relojes: "La mayor sabiduría nada es". No entendí bien lo que quería decir. ¿Quién podía ser ese loco al que se refería? El reloj era muy antiguo, procedía de mi abuelo, pero lo que el anticuario acababa de decir que sonaba como si el "loco" cuyas manos habían construido el reloj viviera todavía.

Antes de que pudiera formular la pregunta apareció en mi imaginación -con más claridad y nitidez que si atravesara la habitación- un hombre que avanzaba en medio de un paisaje invernal, la figura alta y delgada de un anciano, iba sin sombrero, su pelo tupido y blanco como la nieve ondeaba en el viento y su cabeza -contrastando con su elevada figura- parecía pequeña, su rostro sin barba y de rasgos agudamente recortados, los ojos negros y muy juntos, como los de un pájaro de presa. Vistiendo un descolorido abrigo largo de terciopelo raído, como los que llevaban en su tiempo los patricios de Nüremberg, caminaba por aquellos parajes.

«Exactamente», murmuró el anticuario asintiendo con aire distraído, «exactamente: el loco».

«¿Por qué ha dicho exactamente?», pensé. «Por casualidad», añadí inmediatamente; «sólo son palabras vacías. ¡Si yo no he abierto la boca!» Como sucede con frecuencia, ha usado ese "exactamente" para subrayar una frase que acababa de pronunciar; no se refiere en modo alguno a la imagen del anciano que yo estaba recordando; no tiene relación alguna en mi memoria, para despertar hoy, irrumpiendo con a la escuela, tenía que pasar siempre por un muro largo y desolado que rodeaba un parque de olmos. Día a día, durante años incluso, mis pasos se iban haciendo más rápidos a medida que recorría el muro, pues siempre me invadía una incierta sensación de temor. Posiblemente -hoy ya no lo recuerdo- porque me imaginaba (o tal vez lo había oído decir) que allí vivía un loco, un relojero que aseguraba que los relojes eran seres vivientes... ¿o me equivocaba? Si hubiera sido un recuerdo de algún suceso de mis tiempos escolares, ¿cómo es posible que una sensación mil veces vivida haya dormitado en mi memoria, para despertar hoy irrumpiendo con tal vehemencia ... ? Evidentemente, habían transcurrido cuarenta años desde aquello; ¿pero era ésta una razón suficiente?