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Hacia mucho frío en Odessa aquellos días. Cada mañana íbamos al aeropuerto en grandes y ruidosos camiones, por la carretera mal adoquinada. Allí esperábamos, muertos de frío, a los grandes pájaros grises que rodaban por el campo de aterrizaje. Pero los dos primeros días, cuando estábamos a punto de subir a bordo, llegó una orden en sentido contrario, porque sobre el mar Negro había una niebla muy densa, o bien demasiadas nubes, y volvimos a subir a los grandes y ruidosos camiones y regresamos al cuartel por la carretera empedrada.

El cuartel era muy grande. Estaba sucio y lleno de piojos. Pasábamos el rato sentados en el suelo o bien nos acordábamos en las mugrientas mesas y jugábamos a las cartas, o cantábamos. Siempre esperábamos una ocasión para saltar el muro y hacer una escapada. En el cuartel había muchos soldados que esperaban para entrar en combate, y no se nos permitía ir a la ciudad. Los dos primeros días habíamos intentado escabullirnos, pero nos atraparon, y como castigo nos hicieron transportar las grandes cafeteras llenas de café hirviente y descargar panes. Mientras descargábamos los panes nos vigilaba el contador, que llevaba un magnífico abrigo de pieles, el cual, sin duda, estaba destinado al frente. El contador contaba los panes para que no desapareciese ninguno. El cielo de Odessa estaba siempre nublado y oscuro, y los centinelas paseaban arriba y abajo, a lo largo de los negros y sucios muros del cuartel.

El tercer día esperamos a que hubiera oscurecido del todo y nos dirigimos simplemente a la entrada principal. Cuando el centinela nos dio el alto, gritamos «comando Seltscbáni*, y nos dejó pasar. Éramos tres, Kurt, Erich y yo. Caminábamos muy despacio. Sólo eran las cuatro y ya estaba oscuro. Lo único que habíamos ansiado era salir de aquellos altos, negros y sucios muros, y ahora que estábamos fuera casi habríamos preferido estar dentro otra vez. Sólo hacía ocho semanas que nos habían movilizado y teníamos mucho miedo. Pero nos dábamos cuenta de que, si hubiéramos estado otra vez en el cuartel, habríamos querido salir a toda costa, y entonces habría sido imposible. Eran sólo las cuatro, y no podríamos dormir a causa de los piojos y de las canciones, y también porque temíamos y al mismo tiempo esperábamos que a la mañana siguiente haría buen tiempo para volar y nos llevarían en los aviones a Crimea, donde seguramente moriríamos.

No queríamos morir, no queríamos ir a Crimea, pero tampoco nos gustaba pasarnos todo el santo día tirados en aquel cuartel sucio y negro que olía a café de malta, donde siempre descargaban panes destinados al frente y donde siempre había un contador con abrigo de pieles, abrigo sin duda destinado al frente, que vigilaba y contaba los panes para que no desapareciese ninguno. En realidad, no sé lo que queríamos. Avanzábamos lentamente por aquella callejuela del suburbio, oscura y llena de hoyos. Entre las casitas, donde no se veía una sola luz, la noche estaba cercada por unas cuantas estacas de madera podrida, y más allá, en algún lugar, debía de haber páramos, tierras baldías, como en nuestro país, donde siempre dicen que se va a construir una carretera y abren zanjas y van de aquí para allá con varas de medir, y después no se habla más de la carretera y echan en las zanjas escombros, cenizas y basura, y vuelve a crecer la hierba, mala hierba áspera, indómita y exuberante, hasta que el letrero «Prohibido tirar escombros» queda cubierto por los escombros...

Caminábamos muy despacio porque aún era muy pronto. En la oscuridad nos cruzamos con otros soldados que iban al cuartel, y otros que venían del cuartel nos adelantaban. Teníamos miedo de las patrullas y habríamos preferido volver, pero sabíamos también que si nos hallásemos otra vez en el cuartel estaríamos desesperados, y era mejor tener miedo que sentir sólo desesperación entre los negros y sucios muros del cuartel, donde siempre había que llevar café de aquí para allá y descargar panes para el frente, siempre panes para el frente, y donde vigilaban los contadores con sus magníficos abrigos, mientras nosotros nos moríamos de frío.